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domingo, 10 de octubre de 2010

A 63 años de la masacre de Rincon Bomba...

Hacia finales del mes de abril de 1947, llegan al ingenio San Martín del Tabacal alrededor
de mil aborígenes provenientes del oeste de la actual provincia de Formosa. Fueron
llevados hasta allí, a más de trescientos kilómetros de sus residencias, por contratistas de
los ingenios para trabajar en la cosecha de la caña de azúcar, tal como se realizaba todos
los años (la zafra se iniciaba en el mes de mayo y fi nalizaba en diciembre). En el monte, los
contratistas habían acordado con los caciques representantes de cada parcialidad y grupo
étnico –principalmente Toba, Pilagá, Mocoví, Chorote y Wichí– una paga diaria de $6. Sin
embargo, una vez iniciados los trabajos y ante la primera paga, los “ingenieros” (capataces
que organizaban el trabajo de cosecha en el terreno) sólo les ofrecieron una remuneración
de $2,50.
Semejante situación provocó la indignación de los braceros aborígenes, quienes
reaccionaron dejando de trabajar, protestando reiteradamente y pretendiendo hablar
con la patronal del ingenio, lo que no lograron concretar. Por el contrario, la reacción de la
patronal fue militarizar el campo del ingenio en donde se produjeron algunas represalias.
Algunos relatos registrados son elocuentes de la situación producida:
Yo estaba con esa gente, porque fui junto con los Chorote cuando viajamos al ingenio. Los
milicos me agarraron y me metieron en el corral de las mulas, entonces los milicos revisaron
a la gente, los tocaban para ver si tenían cuchillos y otras armas. Entonces, cuando los
milicos nos agarraron, le dije a mi compañero: ‘Hay que guardar bien los cuchillos’. Entre
nosotros conversábamos sobre qué podíamos hacer cuando estábamos en el corral de las
mulas. Yo pensaba que los milicos nos iban a meter tiros, pero ellos sólo nos quitaron las
cosas... Eso era lo que hacían los milicos. A veces yo me acuerdo de lo que pasaba antes.
Nosotros les teníamos mucho miedo a los milicos. Las mujeres tenían más miedo todavía.
A ellas también las metieron junto a los hombres en el corral de las mulas. Al rato llegó un
hombre que se llamaba Lucio Cornejo y al llegar dijo: ‘Miren hijos, ustedes no van a tener
problemas’. Así era lo que dijo Lucio Cornejo. Entonces, el problema con los milicos pasó.
El patrón dijo: ‘Bueno ahora ustedes no tienen más problemas, pero se tienen que volver a
sus casas’. Entonces ese hombre le pagó muy mal a la gente. A algunos les dio cien pesos,
a otros les dio cincuenta pesos (...) El ingeniero no daba medicamentos a la gente. Él tenía,
pero no le quería dar a la gente. Cuando alguien se enfermaba, lo dejaba ahí nomás. No
tenía ninguna atención hasta que se moría. Cuando se enteraba de que alguien estaba
enfermo, decía que no era enfermedad lo que tenía, sino que había tomado mucha caña
y se burlaba de la gente. Ellos usaban a la gente como esclavos. Pero al otro año, cuando
llegaba el contratista, igual la gente se enganchaba.
Finalmente, y luego de las escaramuzas, los aborígenes son rápidamente dejados
fuera del ingenio El Tabacal; “volvieron a pie hasta Las Lomitas porque carecían de medios
para hacerlo por ferrocarril...” (Diario “Norte”, 13 de mayo de 1947).
El regreso a pie hacia Formosa debe de haber sido desgarrador. Hambreados y cargando
con sus pertenencias, hombres, mujeres y niños, de los cuales no pocos murieron.
En las cercanías de Las Lomitas, en un descampado ubicado a unos 500 metros del pueblo y
según un texto de Teófi lo Ramón Cruz, se reúnen entre 7.000 a 8.000 indígenas. De acuerdo
con este relato el objetivo era llamar la atención “para que se vean nuestras miserias...”.
Allí, y en el estado famélico en que se encontraba la mayoría, comienzan a mendigar las
madres con sus hijos en brazos, puerta por puerta, pidiendo tan sólo un poco de pan. Una
delegación encabezada por el cacique Nola Lagadick y Luciano Córdoba pide ayuda a la
Comisión de Fomento de Las Lomitas y al jefe del Escuadrón 18 de Gendarmería Nacional,
comandante Emilio Fernández Castellanos. Al principio algunos se solidarizan, incluso el jefe
del Escuadrón de Gendarmería, como algunos de los hombres a su mando, se preocupan
ofreciéndoles yerba, azúcar, algunas ropas y algo de ganado en pie, aunque obviamente sin
poder alcanzar a cubrir aunque sea mínimamente las necesidades. La situación se hizo cada
vez más desesperante. En uno de esos días y, luego de recibir algunas provisiones, hubo
muchas indigestiones, y hasta dos muertes, más la madre del propio Pablito (el cacique).
Amanecieron indigestados y, debido al fuerte descenso de la temperatura en horas de la
noche, resfriados y engripados, aduciendo entonces “haber sido envenenados”. Frente a
todo esto, el presidente de la Comisión de Fomento, telegráfi camente, comunica la situación
al gobernador Federal solicitándole el urgente envío de ayuda humanitaria.
El gobernador hace lo mismo con el Ministro del Interior de la Nación, haciéndole
conocer la gravedad de la situación y la falta de recursos en el territorio para afrontarla. Este,
a su vez, le hace saber al presidente Juan Domingo Perón, quien ordena inmediatamente,
como parte de una ayuda mayor y planes de desarrollo social, el envío de tres vagones por
el ferrocarril General Belgrano, con alimentos, ropas y medicinas. La carga llega a la ciudad
de Formosa en la segunda quincena del mes de septiembre, consignada al delegado de la
entonces Dirección Nacional del Aborigen, Miguel Ortiz.
El tren con el cargamento permanece en la estación de trenes, a la intemperie, diez
días aproximadamente. Enterado el gobernador de la injustifi cada demora y consciente
de la situación de los indígenas, conmina por intermedio y en persona del jefe de la Policía
Nacional de Territorios, al delegado de la Dirección Nacional del Aborigen, la inmediata
partida del cargamento. Finalmente, a la estación de Las Lomitas llega un solo vagón lleno
con alimentos y dos semivacíos, los primeros días de octubre de 1947. La mayor parte de
la carga está en mal estado por el tiempo transcurrido entre el envío y
la irresponsable dilación en su entrega por parte del delegado de la Dirección Nacional del
Aborigen: harina con gorgojos y moho; grasa para cocinar derretida por el calor; azúcar;
yerba, galletas ya verdes en bolsas. Son distribuidos y consumidos rápidamente por los
miles de famélicos, hambrientos, enfermos, semidesnudos y debilitados seres humanos
(Diario “Corrientes noticias”, 29 de junio de 2006. www.corrientesnoticias.com.ar).
Es así que, rápidamente, los “beneficiarios” comienzan a sentir los síntomas de una
intoxicación masiva. Muchos sufren fuertes dolores intestinales, vómitos, diarreas, desvanecimientos,
temblores y luego la muerte... primeramente la de los que se encontraban
más débiles (más de cincuenta, mayormente niños y ancianos). “Los gritos y quejidos de
dolor en las noches de las madres que aún sostienen en sus brazos a sus bebes muertos
retumbaban en la noche formoseña. No tenían consuelo” (Diario “Corrientes noticias”, 29
de junio del 2006. www.corrientesnoticias.com.ar).
Los primeros muertos son enterrados en el cementerio “cristiano” de Las Lomitas,
pero luego, al ser tantos, se niega el ingreso de los cadáveres a dicho cementerio. Por la
situación creada, comienza a circular el rumor lanzado a rodar por no se sabe quién, que
aquellas sombras de seres humanos no sólo ahora hambrientos, desarmados, indefensos,
sino también enfermos, estarían por atacar a no se sabe quién. Las danzas, los cánticos en
una lengua desconocida y la música interpretada, no dejan dormir en las noches calurosas
a los habitantes del pueblo como tampoco a los hombres y las familias de la Gendarmería
Nacional, que viven en el lugar. Se realizan reuniones de vecinos en la sede de la Comisión
de Fomento, desde donde se les trasmite nuevamente preocupación a las autoridades
de Gendarmería Nacional y nuevos telegramas al Gobernador. Comienza a construirse el
imaginario de peligrosidad alrededor de “el último malón indio” (Vuoto y Wright, 1991).
Gendarmería Nacional forma un “cordón de seguridad” alrededor del campamento
aborigen. No se les permite traspasarlo ni ingresar al pueblo a los Pilagá. Se colocan “nidos”
de ametralladoras en distintos sitios “estratégicos”. Ya son más de 100 los gendarmes, armados
con pistolas automáticas y fusiles a repetición, que día y noche custodian el “ghetto” (Díaz
Crousse, 2005). Hasta que sucede lo inexorablemente esperado. En el atardecer del 10
de octubre, según sigue relatando, Teófi lo Ramón Cruz, integrante del destacamento de
Gendarmería en ese entonces:
...el cacique Pablito pidió hablar con el jefe (del escuadrón), por lo que concerté una entrevista
a campo abierto. Los indios, ubicados detrás de un madrejón, nos enfrentaban
a su vez, hallándonos con dos ametralladoras pesadas, apuntando hacia arriba. En los
aborígenes (más de 1.000) se notaba la existencia de gran cantidad de mujeres y niños,
quienes portando grandes retratos de Perón y Evita avanzaban desplegados en dirección
nuestra. En tales instantes se escucharon descargas cerradas de disparos de fusil ametralladora,
carabinas y pistolas, origen de un intenso tiroteo del que el Cte. Fernández
Castellanos ordenó un alto de fuego, pensando procedía de sus dos ametralladoras, lo
que no fue así: el 2º Cte. Alia Pueyrredón, sin que nadie lo supiera, hizo desplegar varias
ametralladoras en diferentes lugares del otro lado del madrejón, o sea unos 200 metros
de nuestra posición y en medio del monte... (Díaz Crousse, 2005: 1).
En los días siguientes, los Pilagá fueron rodeados y fusilados en Campo del Cielo, en
Pozo del Tigre y en otros lugares. Luego, los gendarmes apilaron y quemaron sus cadáveres.
Según los abogados Díaz y García, fueron asesinados entre 400 a 500 Pilagá. A esto hay
que sumarle los heridos, los más de 200 desaparecidos, los niños no encontrados y los 50
intoxicados. En total, en aquellos tristes días murieron más de 750 Pilagá (www.incupo.
org.ar/junio 2009).

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